viernes

VACUNAS

 



 

Estaba sentado debajo de un gazebo blanco que me daba sombra en un mediodía cálido. No hice fila, solo esperé adentro del edificio de un sindicato docente habilitado para la ocasión. Hicieron una puerta nueva, en la parte de atrás, por donde pasamos todos al parque de una casa antigua remodelada donde le di mis datos a una mujer que no reconocí con el barbijo puesto. Había cuatro filas con sillas de plástico que a medida que se desocupan iban siendo limpiadas con esmero y alcohol diluido por dos personas que tenían esa tarea. En un extremo de lo que fue un garaje un enfermero estaba vacunando y en otro extremo se esperaban los 20 minutos necesarios para saber si había alguna reacción adversa a la vacuna. Detrás de mi estaban dos personas que con la distancia correspondiente conversaban sobre la situación.

-       - ¡Yo acompañé a mi mamá al Luna Park! Dijo una mujer joven con un delantal de maestra jardinera.

- ¡Fue un caos, varias cuadras de cola abajo del sol, abuelos

desmayados y descompuestos por el calor!

 - ¡Son unos Hijos de Puta! ¡Eso no es desorganización es maldad! respondió un señor con cara de profesor de matemática.

Antes de que me llamaran le envío un mensaje de WhatsApp a mi hijo que estaba afuera esperándome. “Esta todo bien” le escribo, porque había un ambiente calmo de verdad y porque sabía que tenía poca paciencia. Leyendo otro mensaje me entero que mi suegra tenía miedo de vacunarse, por lo que le pasó a Mauro Viale, que se murió después de vacunarse.

En ese momento me llamaron y no me dio el tiempo para ponerme a pensar la rapidez que tienen para convertir las buenas noticias en malas; y para lograr que una persona que tendría que estar contenta por vacunarse en una pandemia mundial tuviera miedo de que la estén matando.

Camino emocionado hacia una silla en donde un enfermero me coloca en el hombro derecho otra vacuna a la misma altura de aquella BCG de la que aún conservo la marca. Es un momento esperado, histórico, único para la humanidad entera donde se siente a la historia imprimirse más en el cuerpo que en los manuales. Después el mercado hace lo suyo y la convierte en otra mercancía más para que los países pobres tengan que salir a trabajar horas extras para poder comprarlas.

Esperé mis veinte minutos junto a tres docentes en lo que alguna vez fue una cocina. Una enfermera escribió mi nombre en una lista de una pizarra blanca junto al horario de aplicación. Cinco minutos antes de lo que decía el turno. No me dolía nada, a mis compañeros de vacuna tampoco. Nos dieron una ficha con nuestro nombre y nos explicaron qué hacer si teníamos síntomas, nos aconsejaron seguir cuidándonos y tener paciencia para los anticuerpos. Alguien hizo una broma sobre la paciencia y de pronto parecíamos alumnos recién graduados. Salí a la vereda y en la puerta mi hijo me sacó la foto de rigor y estaba tan contento que puse los dedos en V sabiendo que después tendría que explicar que tan peronista era. No me importaba.

El se quejaba porque tuvo que sacar varias fotos a los que salían vacunados y a mí me parecía que se quejaba por todo como la mayoría de los adolescentes.

“Avisale a mamá” le dije y se volvió a enojar

¡Ya le mandé la foto a todos! me dice casi gritando. Me aguanto una sonrisa y supongo que algún día se acordará con cariño de este momento. Manejo hasta mi casa pensando en eso y me doy cuenta que yo no me acuerdo tanto cómo habían sido los momentos en que me vacunaron de pibe. Solo recuerdo cuando se me había prendido la BCG y me dolía el hombro. Algunas sensaciones de eso días. No mucho más.

¡Es bueno que prenda! ¡Eso quiere decir que ya no te vas a enfermar! Decía mi mamá en tiempos en que todos confiábamos un poco más en el mundo en que vivíamos. No sé si éramos más ingenuos, pero en ese aspecto estábamos más tranquilos: no había tanta preocupación por los efectos adversos y por saber quién las había aprobado y si estaban capacitados para eso. No había tantas dudas, tampoco recuerdo que nadie hablara de derechos y para muchos eran solo oportunidades que no había que dejar pasar.

Lo que si recuerdo, y quizás sea recién hoy que pueda encontrar las palabras justas, es la sensación de que alguien venga a rescatarte. Que no es ni tu familiar, ni un amigo, ni un Dios, ni un héroe. Ese alguien que viene a tenderte una mano cuando las tuyas ya no alcanzan para evitar quedarte a la intemperie. Pero, sin embargo, la memoria emotiva como diría alguien que le gusta definir todo me lleva a otro momento con sensaciones parecidas. El día en que a mi casa llegó la caja P.A.N.. No es lo mismo ya lo sé, pero algo me remite a ese momento y no tengo muy en claro por qué.

Recuerdo que con lo que mi papá ganaba en la fábrica y mi mama limpiando casas no alcanzaba para llegar a finde mes, ni para llenar la panza. El día que fuimos a buscar “la Caja” como le decían en el barrio yo también me quedé esperando a mi papá que había entrado a la salita donde la entregaban. No había selfie en esa época, pero la imagen de mi papá caminando con la caja hasta mi casa me quedó grabada igual. Puso la caja en medio de la mesa y llamó a mi mamá para que la abriera. Ella agarró un cuchillo con cabo de madera que usaba siempre para cortar pan y la abrió. Adentro había harina, leche en polvo, azúcar, aceite y otras cosas más pero mi mamá sacó el Corned Beef y con una sonrisa se lo dio a mi papá porque sabía que le gustaba. Nadie era Alfonsinista en aquella casa y eso no importaba ese día. Mi mamá hizo guiso de fideos y esa vez tenía carne; hubo pan casero y me dieron unas monedas para que fuera a comprar un jugo. No había una fiesta, pero algo de festejo se percibía en el aire lleno de olores a comida y de las flores del malvón que adornaban la mesa. Estar bien alimentados aumentaban las defensas en los días en que la pobreza también era (es) una epidemia constante que hacía a los cuerpos flacos y débiles. La historia siempre deja sus marcas, sus signos, sus cicatrices en nuestros cuerpos como un papel impreso para siempre, como un relieve lleno de poros, de asperezas labradas por años, como el sello que nos hace recordar de donde venimos. Un cuerpo deteriorándose en el horno de fundición de una fábrica metalúrgica, unas manos lastimas por cosechar en el campo, por tanto lavar ropa ajena, una vacuna en el hombro que deja su marca, una mancha en el pecho por una tuberculosis mal curada, el recuerdo de un dolor de panza mitigado por un mate cocido.

Iba llegando a mi casa actual, ya vacunado, y me parecía que no estaba contento solo porque un proyecto político mostraba sus luces en medio de tantas sombras, o porque sentía que había votado bien o porque es el accionar de un Estado que se hacía presente. Ese día sentía, y eso es lo que estuve tratando de decir en estas líneas como si hubiese estado parado de vuelta frente de esa mesa familiar, que otra vez alguien… había pensado en nosotros.


R.H



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