martes

El día que mi madre llegó al Oscar



Hubo una época en que mi madre estaba enferma. Yo trataba de estar más tiempo a su lado y fingir que la cosa no era tan grave. Después de comer jugábamos a las cartas y de vez en cuando mirábamos fotos viejas. En esos tiempos ver fotos era un ritual nada despreciable: el papel tenía el color del tiempo y en mi casa las atesorábamos en cajas de zapatos cuidadosamente elegidas para tal fin.

La recuerdo una tarde desplegar las fotos en la mesa del comedor y esperar a que alguien descubriera alguna como si fuera nueva. Eso le daba mucha gracia y solía tentarse con la situación. Entonces me tocó a mí descubrir la supuesta novedad para que ese especie de juego comenzara. Levanté una foto pequeña (a color) y con los bordes blancos típicas de las cámaras pocket que habían hecho furor en aquellos tiempos. En ella se veía a dos jóvenes que posaban en La Costanera con un día de sol: una chica estaba apoyada en el hombro de un muchacho que saludaba con la mano. Ella tenía el pelo castaño claro y él era pelirrojo; los dos eran casi pálidos y eso las hacía resaltar entre las demás fotos.
¡Son los hijos de mis patrones! Me dijo  y las miró de una manera tan cariñosa que hasta hoy me dan un poco de celos.

Había ayudado a criar a esos niños más de los años que yo tenía en ese momento. Era en los tiempos en que las clases altas tenían “criadas” traídas del norte del país; chicas para trabajar “cama adentro” por sueldos paupérrimos pero con comida y un lugar para dormir. Una oportunidad tentadora para aquellas familias de ese “otro” campo que nunca se habla. Hija de cosecheros de papa y algodón que solo subsistían del trabajo golondrina y cediendo sus hijos a la cuidad rica.

Estuvo en una familia que la cobijó y decir que tuvo suerte porque no fue expulsada como muchas otras es quizás negar el sistema de explotación de aquellos tiempos y que hoy ha tomado otras formas. Porque siempre costó nombrar a ese servicio doméstico que en muchos casos roza el territorio sin derechos y la ambigüedad de pagar por afecto y cuidado a los hijos.


Mi madre fue "madre soltera" en Santiago del Estero porque cuando su pareja se enteró desapareció del pueblo (tan miserable como el novio de la Cleo). A los pocos años tuvo que dejar a su hijo para que lo criara una tía, como la habían dejado a ella de niña y se vino para ser la madre postiza de unos pequeños que le sonreían todo el tiempo según había contado muchas veces. Dormía en una pieza pequeña, con las frazadas que nunca había tenido, de una casa enorme de una familia acomodada en el barrio de Caballito. Aprendió rápidamente que para sobrevivir en ciertos ámbitos saber hacer silencio y sonreír era primordial.




Tuvo una amiga de su misma provincia que le hablaba “quechua” y aunque ella no lo hablaba comprendía bastante. Juntas salían a pasear por Buenos  Aires cuando tenían franco o se quedaban en la casa de sus “patrones” porque no tenían a donde ir. Conoció el mar un verano en que los patrones de su amiga coincidieron en elegir Mar Del Plata. Recuerdo otra foto a orillas del agua sonriendo con su amiga mientras el mar, al que temía tanto, rugía por detrás.

Con el tiempo vendrían otros parientes a quienes poder visitar y sus rumbos la dirigieron al Bajo de Boulogne. Todavía San Isidro no era “tan distinto” como dice ser ahora y el rancherío se establecía a la orilla del Reconquista cuando este se parecía más a un río que a una mancha de aceite.



En esos parajes conoció a mi padre en un cumpleaños de un pariente. Los dos se curaron heridas viejas y armaron un proyecto de vida a un par de kilómetros de allí donde nacería quien escribe. Recuerdo de niño caminar por las calles de la villa saltando charcos y embarrándome hasta las rodillas para visitar algún tío. Esa misma calles sin ninguna vereda y llena de perros donde el colectivo no pasaba si llovía; y que mi madre había recorrido muchas veces cargando sueños que quizás hoy le podría comprar.


Y son esas mismas calles que recorre Cleo buscando lo que no hay. Es ese mismo paisaje de pobreza globalizada que uno reconoce de inmediato en la historia de mi madre y de muchas mujeres de este tercer mundo tan desigual. Mundo al que siempre le ha costado nombrar y mostrar su propia  cotidianeidad; con esas mujeres de piel oscura viendo las luces y las sombras del burgués en su propia intimidad.

Resultaba difícil a los trece años dimensionar las vivencias de mi madre. Uno iba atando cabos, armando el rompecabezas con el tiempo y dándole sentidos situaciones que de otra manera solo tenían destino de anécdotas intrascendentes.

Después de aquella enfermedad mi madre vivió muchos años más y pudo ver las cosas que pasaron en este país. Terminó jubilada con una moratoria que le reconocía un pedacito de los años sin derechos. Pero creo que le costaría un poco entender que historias como las suyas ahora son contadas por el cine de los famosos; y que una joven de cara aindiada pisa la alfombra roja de los Oscar y lejos de ser un triunfo termina siendo una rareza que se puede corregir con Photoshop.

Simplismo y reduccionismo aparte. El sistema y su cultura tiene esas cosas en estos tiempos: es como un señor hipócrita que te jode la vida, te financia una película sobre ella  para contártela a vos mismo, te hace suscribir a su plataforma por unos dólares  y se sienta a tu lado a mirarla emocionado comiendo los bizcochitos que vos compraste.

Y quizás mi madre a su manera hubiese tenido más comprensión de ciertas realidades históricas. Lo cierto es que  en este febrero que se está terminando  cumpliría años. Pero hace seis que ya no los cumple y hace no mucho que dejé de buscarla con esa irracionalidad que el  huérfano no puede confesar; además   de alejarme de ciertas liturgias para los ausentes que se quedaron sin sentido para mí. 

Y sin embargo su ausencia es cada vez más presencia en mis palabras desprolijas, en los relatos a mis hijos, en las bellas películas como Roma y en las historias de nuestros pueblos escondidas en los pliegues del olvido. Allí la veo.

R.H.


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